La vida de un deportista, especialmente cuando se compite en la élite internacional, consiste en prepararse durante cincuenta y una semanas cada año para un momento -sea una carrera de diez segundos, un torneo de varios partidos, un ejercicio…- en el que el trabajo y el de todo el equipo será o no será reconocido tanto por empresas e instituciones -en forma de becas y patrocinios, necesarios para poder subsistir- como por parte de todos los aficionados -jueces y actores principales del deporte y de cualquier profesión en la que el consumo social sea relevante para la actividad que se desarrolla-.
Desgraciadamente, a la gente solo le llega el momento dulce: el gran campeonato, el gran momento donde uno se pone la camiseta de su equipo nacional y se enfrenta a los mejores de sus respectivos países. En una sociedad donde la inmediatez cada vez cobra más protagonismo, esa inmediatez se refleja en el deporte mostrando solo la parte final del camino. Esa parte en la que únicamente está el mejor -o un selecto grupo de los mejores- de cada país, ese momento en el que el equipo -entrenadores, médicos, físios, psicólogos, nutricionistas, responsables de comunicación…- generalmente no está. Porque la inmediatez requiere exclusividad y concreción: solo queremos ver a los mejores para saber quién es el mejor entre los mejores. No nos importa el camino que ha llevado a esos deportistas a estar entre los mejores, ese esfuerzo no vende. Y ese esfuerzo no vende porque el esfuerzo lleva implícita la constancia, y ya no gusta tanto pensar que ese deportista para jugar ese partido de dos horas o correr esa carrera de once segundos se ha preparado sacrificándose hasta los límites de su cuerpo y su mente durante innumerables horas diarias en un periodo de muchos años. Eso ya no es inmediatez, eso ya no gusta tanto a los niños y jóvenes que preguntan por nuestras medallas.
Ahora bien, trabajamos muchas horas al día durante muchos años por buscar un momento de gloria que absolutamente nadie nos garantiza, sabiendo que ponemos en riesgo nuestro cuerpo, nuestra salud, nuestra formación, nuestro dinero y, por encima de todo, nuestro tiempo -que, en mi opinión, es el bien más preciado ya que es el único que no se puede recuperar y no se sabe con exactitud el que nos queda-, y ¿por qué lo hacemos? ¿por qué luchar hasta el límite durante años, arriesgando casi todo, por un reto que a nivel mundial solo una serie muy reducida de elegidos podrán lograr?
La respuesta es sencilla: por tener la sensación de que hemos logrado nuestra mejor versión. Personalmente, he tenido el orgullo de competir en dos finales en juegos paralímpicos -en Londres 2012-, en varias finales de campeonatos del mundo y de ganar diversas medallas en campeonatos de Europa. Pero, sin duda, la sensación con la que me quedaría de todas las que he podido experimentar en atletismo es aquella que se tiene cuando se cruza una línea de meta y se nota que se ha hecho la mejor carrera, que se ha mejorado la mejor versión. Sentir que uno se ha batido, que todo el trabajo ha sacado el mejor tú, es una sensación inigualable.
Y la ilusión de encontrar esa sensación, la fuerza que me mueve a entrenar cada día.